Un hombre de cuarenta años, bajo anonimato, nos quiere contar su historia. Él había nacido sin el brazo izquierdo. Conoció a una mujer que tenía dificultad de caminar por no tener una de las piernas, se casaron y tuvieron hijos hasta que la hambruna de los años noventa les obligó a escapar de Corea del Norte en el año 1998. Una vez llegado a China, tuvieron que afrontar la barrera lingüística y la adaptación de convivir con forasteros en ciudades donde las luces coloridas les asustaban. Cuenta que otro de los motivos para venir a China fue cuando sus hijos vinieron un día a casa heridos de gravedad al intentar pedir por un poco de comida en el mercado local.
La muerte de su padre por inanición en los años noventa, la pasividad del régimen norcoreano en ayudar a personas con minusvalía, el no poder trabajar por su condición física y el no poder comprar una libreta de notas a sus hijos aún menores de edad les hace llorar todas las noches. A pesar de la restricción y del control del régimen chino a desertores como él, recibe pequeña ayuda económica por las organizaciones humanitarias de forma clandestina. Dice que sus sueños no son muy caprichosos: quieren trabajar, ver a sus hijos estudiar en la universidad, que no se olviden de ellos y que, sobre todo, sean buenas personas.
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