Aunque no lo quieran, estos 220 norcoreanos tienen que esperar en las cárceles chinas para ser devueltas posteriormente a su país. Sólo desean que las agujas del reloj de las cárceles avance de manera más lenta posible. Muchos de ellos, ya convertidos en creyentes cristianos, sacan sus biblias de los bolsillos esperando que Dios les ayude a salvar sus vidas. No esperan oír el ruido del autobús que en una fecha determinada llevará a cuarenta o cincuenta personas de vuelta a Corea del Norte. En las ciudades de Dangdong, Tumen, Rungying y Horung existen más de diez centros de detenciones donde predominan norcoreanos que esperan su eterna condena.
De los aproximados cien mil personas divididos por el enorme territorio chino, de 5000 a 9000 norcoreanos no logran agarrar esa suerte de salvamento que tanto ansiaban. Al ser detenido por las autoridades chinas y al confesar que su objetivo es llegar a Sudeste Asiático y volar hacia Corea del Sur, sus declaraciones es grabada en un papel y condenada a morir nada vez pisada el suelo de Corea del Norte. La parte cautivante de esta historia es que de los cien mil, unos 3000 animosos logran con éxito volar a Seúl gracias a la gestión fragmentaria de la embajada surcoreana en Bangkok.
En cada celda del centro de detención, casi veinte personas se arrodillan mirando fijamente aquel pequeño rayo de luz. Sollozan. La impaciencia y el ansia de no morir se entremezclan en sus interiores. Sus pocos días de libertad en China les han sabido muy poco. Esperaban encontrar algo mejor. Ven a sus compañeros lagrimear. Se limpian entre ellos con un pañuelo manchado. Miran al suelo. Ven los rostros de sus familias sonriendo. Sollozan otra vez. Y miran otra vez la ventanilla. La luz ha desaparecido. No entienden nada. Creen que ya es hora de coordinación de como poder dormir todos de la forma más adecuada posible.
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